La mosca y el General, una fábula
La locura perpetua se distrae con locuras pequeñas, limitadas por un principio y un fin.
“La locura perpetua se distrae con locuras pequeñas, limitadas por un principio y un fin. Es lo único que nos ayuda a no perder la cordura por completo.”
“All wars are simply battles of the same first war we ever fought.”
–Zetarcos V.
En los últimos años de la guerra, el General se encuentra en su tienda en el insoportable calor de su uniforme recién planchado. Nueve de la mañana y ya alcanzan los cuarenta grados. Sobre su escritorio, planos y mapas fotográficos en alta definición de un terreno casi idéntico kilómetro tras kilómetro. Cada centímetro el mismo color kaki claro con esparcidas dunas y colinas. “Millones de millones por esto,” se maravilla entre sorbos de amargo café negro.
Dos millones de millones, setecientos mil millones. Catorce años. Nueve mil setecientos uniformados. Llevaba desde hace una administración-ejecutiva-y-media orquestando una guerra sin definitivo fin. Ya el anterior gabinete había dado por cumplida la misión; sin embargo, aún se sumaban millones de millones de los cofres nacionales para alimentar una hoguera bélica sin término previsto.
En su juventud, al oficial también le hubiese conmovido mucho más las vidas y la sangre inocente que se montaban a estas cifras numéricas, pero ya sus años navegando la bizantina burocracia que regula el conflicto armado le ha insensibilizado sus antiguas simpatías humanas.
“Millones de millones por esto,” se maravilla entre sorbos de amargo café negro.
La leve brisa acaricia la carpa de lona que emite un aplauso opaco y grueso. Sin ponerle mucha atención, en su visión periférica divisa un punto negro zigzagueando en una esquina. Derechas, izquierdas, diagonales, sube-y-bajas. El General regresa su atención al estudio de sus paradojas cartográficas, mientras comienza a formar los esqueletos de un recuerdo.
Mucho antes de su niñez, su país se había autodesignado el perpetuo héroe guerrero: En contra de extintas etnias derrumbadoras de imperios, contra conceptos abstractos malignos que desde los albores de nuestra especie hemos fallado en comprender, contra invisibles o clandestinos fantasmas enemigos de mercados libres y la libertad de reservarse el derecho a agredir la paz.
El General cuando niño no conoció más que ese mundo de sirenas aterradoras que anunciaban el inminente fin de la humanidad, cuales daban la cínica esperanza de sobrevivir el apocalipsis nuclear si tan solo te escondías con las manos tras la nuca debajo de un escritorio escolar. Así que después de su niñez, el adolescente se preparó para convertir el terror de la defensa inútil de su infancia en la comodidad de la agresión ilimitada — requisito de la guerra perpetua. Dos años de servicio a su Dios y Patria bajo los mejores capitanes en los mejores regimientos, bajo los mejores tenientes, mayores, coroneles, generales. Seis años de estudios bélicos en aquella célebre institución donde hacer guerra es un arte. Y por fin, sus cuatro estrellas en una formación simétrica entregadas por la misma mano del comandante-en-jefe.
Ese camino se cristalizó hace más de treinta años. Y ahora se encontraba en aquella arenosa tierra inhospitable, cuna de las civilizaciones guerreras. En una carpa polvorienta con la incesante paliza de miles de granos de arena por segundo como una lluvia dantesca. Su trayectoria profesional le había llevado al frente de un conflicto tan antiguo como la historia, al que su joven nación se había añadido tras el seductor murmullo de tesoros negros subterráneos.
Pero esta incómoda situación estaba lejos de ser un honor. Esa empatía humana y sensibilidad antes mencionadas se le había premiado con las más indeseables campañas y la fama de aceptar su despreciable destino sin murmuro de queja alguno. A pesar del desprestigio del General en ciertos círculos de cínicos políticos izquierdistas o activistas desinformados, comandaba sus tropas decorosamente y recibía el absoluto y genuino respeto de sus subordinados y colegas.
Y ahora se encontraba en aquella arenosa tierra inhospitable, cuna de las civilizaciones guerreras.
De pronto, interrumpiendo el sueño despierto, una vez más a la periférica de su vista, regresa el diminuto punto negro al otro lado de la tienda. Irritado por la repentina disolución de esa remembranza ahora para siempre perdida, el General toma el periódico de esta mañana, le enrolla, y se dirige hacia su pequeño agresor.
— Señor General.
Tras la puerta de la tienda una voz solicita entrada. Más mapas monocromáticos y malas noticias de la noche anterior: Un convoy bombardeado por insurgentes. Tres muertos; dos heridos; una pierna amputada. El General ordena una misión de reconocimiento vía drón. Para la moral de las tropas, represalia vía misil de quirúrgica precisión. Comunicación inmediata con la Marina. Despacha y se despide de los mensajeros. Pide otro café negro.
Ya casi es mediodía y el insoportable calor le inspira somnolencia. Fijamente se enfoca en un espacio en el aire frente a su rostro, y mira sin ver a ningún lado dejando que su mente se inunde de voces del pasado.
De repente — acompañado de un escalofrío proveniente del infierno — retumba un zumbido en su oído derecho que lo despierta de su hipnosis temporal.
— Bzzzzzzzzzz.
“¡Mierda,” exclama con un sacudir de la cabeza. Con completo descaro, la ofensora mosca se da la vuelta y dispara su alado cuerpo velludo de kamikaze vengador directamente a la cara del General. El General la esquiva dando bofetadas al aire y poniéndose de pie.
Parado en su lugar y sin mover la cabeza, indignado y con ojos de venado confundido escanea la zona con vigor… Nada. Silencio. Solo la intermitente brisa caliente y arenosa que sacude la lona de su tienda al emitir un aplauso grave y lento. Las once y treinta: hora del almuerzo.
De repente — acompañado de un escalofrío proveniente del infierno — retumba un zumbido en su oído derecho que lo despierta de su hipnosis temporal.
Pero el General en este momento ha perdido el apetito por completo, no tanto a causa de contemplar la forma asquerosa de la segmentada bestia infernal, pero de que ésta haya infiltrado en su más íntimo santuario laboral. Alcanza el periódico con un movimiento veloz y casi inconsciente; lo detiene hecho un cilindro a su diestra, a nivel de su hombro, inmóvil. Venas pulsantes dirigen sangre por músculos tensos; fosas nasales se dilatan mientras frunce su sien; pupilas crecen para permitir una percepción más aguda de luz y movimiento; oídos dividen la categoría y el origen de cada sonido: granos de arena en el viento que azota la tienda ahora con más violencia, los motores de los camiones y tanques de afuera, voces amortiguadas de soldados conversando. Todo, excepto los 200-aleteos-por-segundo de las alas de la mosca.
El General siente una gota de sudor deslizar desde su frente y perderse entre las líneas que irradian de su ojo entreabierto. Escucha el pausado respirar que emite su nariz. Suspira con una sonrisa de vergüenza y, después de un lento parpadeo, relaja su cuerpo. Ya sosegado, su nuevo estado esconde el aspecto severo que hace momentos le daban las líneas. Se compone la corbata que ha salido de su lugar entre tanto alboroto y esfuerzo físico. El teléfono emite un vibrar desconcertador — una llamada a esta hora nunca es buena, piensa.
Al otro lado, una voz grave le informa que noticia de la explosión de anoche ha llegado a las cadenas televisivas sin previo anuncio oficial. Ya cada lado infundió con su distintiva brocha de retórica los acontecimientos y culpó a su villano preferido: a los gatos gordos de la capital, a los insurgentes extremistas religiosos, al complejo militar-industrial, a los políticos, al electoral, al otro partido, al presidente, a los generales — todos tenían la culpa, menos los que la repartían.
Ya cada lado infundió con su distintiva brocha de retórica los acontecimientos y culpó a su villano preferido… todos tenían la culpa, menos los que la repartían.
El General se despide y oprime el botón para terminar la llamada. Con su índice y pulgar izquierdo pellizca el puente de su nariz y cierra los ojos.
De repente, suena aquella música demoniaca de una sola nota que se movía en estéreo binaural… izquierda… a derecha…: Bzzzzz Zzzzz… Ni muy rápido, ni muy lento; una especie de danza burlesca. El bicho se detiene: Un desafío dirigido; un reto personal.
El General se saca el pañuelo del bolsillo de la camisa y lo detiene como un garrote flácido, mientras que silencioso en puntillas se dirige hacia el insecto enemigo. El punto negro que en la distancia parecía pequeño e insignificante crece con cada paso cuidadoso del hombre hasta que se revela un ser verde-azul iridiscente. El General rumia que si no fuese tan abominable el sujeto, se podría apreciar mejor semejante coloración. La invasora reposa sobre un archivero, revelando su enorme abdomen sostenido por seis peludas patas negras; un par de ojos rojos brillan como rubíes resplandecientes. La mosca une las dos patas delanteras — como uno que maquina su obra maligna cuando está a punto de llegar a fruición — y con ellas frota su probóscide pegajosa, embarrándolas de jugos digestivos con los cuales se peina lujosamente sin inquietud alguna. En el rostro del General se pinta una mueca de asco; alza el pañuelo; llega al zenit del golpe anticipado…
¡BZZZZZZZZZZ! La mosca — como pelota de pimpón — rebota en las paredes y el techo de la tienda! El viento se levanta, azota y golpea haciendo que se confundan todos los ruidos, pero el General no la pierde de vista! Corre tras ella, gruñendo, maldiciendo, respirando fuerte; con furor deja caer una y otra vez el pañuelo pero cada golpe fallido es solo un incentivo de velocidad para su objetivo maldito!
El bicho se detiene: Un desafío dirigido; un reto personal.
Por fin, exhaustos, los dos guerreros buscan prorrogar la persecución con una pausa: el General detrás de su escritorio; la mosca en el techo de la tienda, casi directamente arriba. Lenta y cuidadosamente, el General abre el cajón y extrae su pistola. Ya cargada y lista, su mano de experimentado francotirador no titubea al apuntar y tirar del gatillo…
— ¡BANG!
Justo donde la mosca yacía, un brillante resplandor de sol calentaba el rostro del General…
— Bzzzzzzzzzz…
Los soldados y oficiales del plantel que rodeaban la tienda se sorprendieron al escuchar el primer disparo. Pero, momentos después, cuando el segundo, tercero, cuarto, y los demás tiros estallaron, todos se arrojaron al suelo hasta estar seguros que el tiroteo había terminado. Su secretario teniente fue el primero en entrar a la tienda. Por su tímida preocupación recibió un bocado de arena que entraba por los hoyos de bala mientras la lona se ondulaba violentamente en la ráfaga. Rayos de sol se divisaban claramente como columnas de luz entre polvo amarillento. Y el General, sentado en su silla con un rostro polvoriento y frustrado, miraba fijamente a una lejanía más allá de la puerta de donde entró el teniente.
Y el General, él decidió jubilarse y escribir sus memorias. ¿Y la mosca? Sigue ahí, en el caluroso desierto, en los ojos rojos resplandecientes como rubíes de su prole, innumerable como granos de arena en el viento.
Jaime A. C. Verduzco
2015.02.28